lunes, 7 de diciembre de 2020

Presentemos al Señor nuestras enfermedades, nuestra parálisis

Rompamos el techo del miedo

El evangelio de hoy describe un milagro de Jesús cuya historia merece nuestra atención. Fijémonos en los elementos que componen el relato.

El evangelista Lucas nos dice que un día Jesús estaba enseñando. Y vienen a él algunas personas que llevan a un hombre paralizado en una camilla.  El objetivo es bien conocido: esperan que el Señor pueda curar a este enfermo cuya identidad es desconocida. Uno puede imaginar que los que lo traen son sus familiares, tal vez son sus amigos o simplemente sus parientes.

Para quienes están acostumbrados a los textos sagrados, se acordarán que Jesús realiza curaciones y milagros ya sea a petición de la persona misma ("Hijo de David ten piedad de mí; el caso de Bartimeo"); o por su voluntad personal (el ejemplo de la vuelta a la vida de su amigo Lázaro); o por la intercesión de familiares (el centurión que intercede por su criado y la mujer cananea viene a implorar a Jesús por su hija y hoy este grupo que trae al paralítico.

Y si estamos realmente atentos, en cada caso la fe y la intercesión de los parientes se destacan en negrita para marcar los rasgos de los milagros de Jesús. Admiremos la fe de este grupo de hombres en el Evangelio de hoy: creen firmemente que Jesús puede hacer algo y llegan a cavar en el techo de la casa para que el Señor pueda ver a los paralizados en su enfermedad. Y el Evangelio dice que cuando Jesús vio su fe, dijo: "Tus pecados te son perdonados".

El tiempo de Adviento es también el tiempo de intercesión. Rezar por los demás, dejar y dejar de estar en el centro de nuestras súplicas a Dios; abrir y llevar a los demás al Señor. Jesús no empieza por curar primero al lisiado de su parálisis. Pero primero perdona sus pecados. Sólo entonces puede darle una curación física. 

El Señor nunca se cansa de perdonarnos. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón", dice el Papa Francisco. Vuelve a cargarnos sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos da este amor infinito e inquebrantable. Nos permite levantar la cabeza y empezar de nuevo, con una ternura que nunca nos decepciona y que siempre puede devolvernos la alegría. No nos entreguemos nunca a ser derrotados, pase lo que pase. Nada puede quitarnos la dignidad de ser hijos de Dios.

Presentemos al Señor nuestras enfermedades, nuestra parálisis. Rompamos el techo del miedo, la indiferencia, el odio, la negación, las mentiras, la vergüenza de encontrar al Señor que nos espera como padre del hijo pródigo.

Presentemos al Señor nuestras enfermedades, nuestra parálisis. Rompamos el techo del miedo, la indiferencia, el odio, la negación, las mentiras, la vergüenza de encontrar al Señor


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